viernes, 21 de octubre de 2016

RETORNO I

Los últimos elotes


Trinidad era una joven de veinte años, se encontraba en el noveno mes de embarazo en espera de su segundo hijo. Era la menor de una familia de diez hermanos. Estaba casada con Mauro Guerrero y vivían en una casita hecha de piedra y adobe en la orilla de El Pochote. Mauro tenía veintitrés años, era hijo único y el heredero de las propiedades que don Alfonso Guerrero dejó al morir.

Era el mes de octubre, Mauro estuvo recorriendo las parcelas para ver como iba la cosecha, ya quedaban pocos elotes porque ya habían amacizado. Tenía un corte de maíz negro en la parte de arriba de la parcela que estaba más cerca de su casa. Se acercó y abrió uno de los elotes, encajó la uña en uno de los granos y estaba lechoso aún. --los de aquí están buenos todavía, voy a llevarme unos para cenar--. Sacó la rozadera que traía entre el cinto y el pantalón y cortó dos docenas de elotes con todo y caña.

Llegó a la casa, puso las cañas sobre la cerca de piedra que rodeaba la casa y entró a la cocina. Ahí estaba trinidad moliendo el queso en el metate y cuidando de Inés, el primogénito de la joven pareja que se encontraba sentado sobre sobre un viejo petate jugando con sus caballitos de madera.

--Triny, traje unos elotes para cenar, ¿dónde está una cubeta para ponerlos?.
--¿Son muchos?
--Son diez cañas y como la mitad tienen de dos elotes.
--En la cubeta del nixtamal, ahí caben. Dijo Trinidad señalando al pretil.

Mauro agarró la cubeta con una mano, se agachó y levantó a Inés con la otra
--Vamos para que me ayudes, le dijo al pequeño mirándolo a los ojos y sonriendo.
--Me lo voy a llevar para afuera.
--Esta bien.

Salió de la cocina, sentó al niño en la mitad del patio y dejó la cubeta junto de él. Bajó el tercio de cañas de la cerca, lo puso del otro lado de la cubeta y comenzó a limpiar los elotes. Había sido un temporal muy bueno, los elotes estaban muy bien dados y la mayoría de las milpas tenía dos elotes.

--¡mira un gusano!, pon la mano, ¡ese no se come!, dijo al pequeño mientras depositaba el insecto en la palma de la mano del infante.

El niño le ponía cuidado al gusano con cara de asombro mientras éste se retorcía sobre la palma de su mano. A pesar de que era una sensación rara el tener un cuerpo gelatinoso adherido y caminando sobre su manita, no mostró miedo alguno.
.
Una vez que Mauro terminó de limpiar los elotes, agarró al niño y lo montó sobre su cuello.

--¡Agachate!, agachate para agarrar la cubeta.

El niño arrimó la cabeza junto a la de su padre. Mauro levantó la cubeta y la llevó a la cocina. A pasar por la puerta tuvo que repetir la hazaña  porque la entrada estaba muy bajita.

Dejó la cubeta sobre el pretil y dijo a Trinidad

--Aquí está el niño, voy a picarle las cañas a las vacas.
--Ahorita los pongo a cocer en el fogón para que estén listos para cenar.

Mauro salió de la cocina, agarró el machete que tenía clavado en hoyo en la pared, agarró el tercio de cañas y se fue al corral de las vacas. Cuando llegó al corral, las vacas esperaban con ansias las cañas.

--¡Quítense! dejen se las pico, ¡Haganse! para allá.

Eran solo dos vacas y no le fue difícil retirarlas para poder entrar al corral y picar la decena de cañas una por una con el machete. Mientras las iba cortando en pequeños trozos, las vacas metían sus hocicos y estirando las hojas y las espigas de las milpas, de modo que para cuando Mauro terminó de picar las cañas las vacas ya se habían comido la mayoría de las hojas y las espigas y solo quedaban los cañutos en el comedero.

Mauro volteó hacia la entrada del corral y ahí estaba su tío José, parado y apoyando los brazos sobre la tranca más alta de la puerta del corral.



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