Eran las cuatro de la mañana cuando el sueño de Trinidad se interrumpió tras un agudo dolor en el vientre. Las contracciones habían comenzado. La llegada del nuevo integrante de la familia estaba muy cerca.
--Mauro despierta, ¡ya va a nacer! ¡ve por la partera!.
--Ya voy, dijo Mauro tras despertarse instantáneamente.
Mauro se levantó lo más rápido que pudo, se puso la camisa que tenía colgada en una alcayata junto a la cabecera de la cama, metió los pies en los huaraches y salió corriendo hacia la casa de doña Soledad, la madre de Trinidad, quien vivía muy cerca. No podía dejar sola a Trinidad en esas condiciones y quien mejor que la madre de ella para que la cuidara. La casa de doña Soledad estaba tan solo a 100 metros, sólo era cuestión de pasar unos sebaderos de piedra y un tazolero, que por esa época del año estaba completamente vacío. Llegó a la casa de su suegra corriendo, abrió la puerta de trancas y cruzó el patio. Junto a la puerta de trancas había un árbol de huache y bajo el árbol estaban los perros que con el alboroto se levantaron despavoridos pero tras reconocer el olor de Mauro movieron la cola y se enroscaron de nuevo sobre los costales en los que estaban.
Doña Soledad estaba dormida, pero tenía el sueño muy ligero y escuchó cuando rechinaron las trancas de la puerta del patio. Se levantó para ver quien era. Su cuarto era de adobe y sin ventana alguna. Sólo tenía un pequeño respiradero cuadrado de unos 15 centímetros de lado. La única forma de ver quien llegó tan apresurado era abrir la puerta.
Cuando Mauro empuñó la mano derecha y la elevó a la altura de su cara para golpear las tablas de la mitad derecha de la puerta, doña Soledad abrió la mitad izquierda.
--¿Qué sucede mijo?
--Trinidad empezó con los dolores del parto, voy a ir a traer a doña Leonor para que la atienda. Le vine a avisar para que vaya a cuidarla en lo que yo regreso.
--Vete corriendo, yo ahorita voy.
Mauro salió corriendo de la casa de doña Soledad para ir por la partera. Doña Leonor vivía en La Uva, una comunidad cercana a el Pochote. Sin duda alguna el tiempo de ida y vuelta sería más corto si se iba en un caballo. Así que, se fue corriendo hasta la caballerisa, misma que estaba a un lado del tazolero. Mientras corría, analizó dos posibilidades. La primera de ellas era irse en el caballo sin ensillar. Esto le permitiría ahorrar unos minutos y llegar más rápido a casa de la partera. La segunda posibilidad planteaba el regreso de la casa de doña Leonor hacia la de Mauro. Con el caballo sin ensillar no podría subir a doña Leonor en el caballo y el tiempo de regreso iba a ser mucho mayor al paso de la mujer. Así que optó por ensillar el caballo y salir galopeando con rumbo a La Uva.
Mientras Mauro iba por doña Leonor, la madre de Trinidad agarró su rebozo, se puso las chanclas y fue a tocar la puerta del cuarto de sus muchachas, mismas que tenían el sueño tan pesado que dormían como troncos y no habían escuchado nada.
--Marina abranle mija. dijo doña Soledad al tocar la puerta.
--Ya voy. Respondió Marina.
La muchacha se levantó agarró la punta de la cobija con la mano izquierda y la lanzó sobre sus hermanas que dormían en el otro lado de la cama. Se enderezó, giró hacia la derecha y puso los pies sobre sus chanclas que había dejado el piso al acostarse. Con la mano derecha agarró un sueter rojo que había puesto un clavo junto a la cabecera y se lo puso rápidamente. Se levantó y caminó hacia la puerta para averiguar la razón de la voz tan preocupada de su madre.
--¿Qué pasó?, preguntó Marina.
--Ya se va a aliviar Trinidad, Mauro se fue a traer a doña Leonor, vamos para que te traigas a Inés para que se quede aquí con ustedes, yo me voy a ir a quedar con Trinidad para que no esté sola en lo que vienen ellos.
Cerraron la puerta del cuarto, atravesaron el patio y salieron bajo la luz de la brillante luna de finales del mes de octubre.
--Dicen que cuando hay luna llena hay más nacimientos. Comentó Doña Soledad a su hija.
-- No hay mejor luna para venir al mundo. dijo Marina mientras mientras miraba a la luna que casi se ocultaba en el oeste.
Eran las cuatro de la mañana cuando el sueño de Trinidad se interrumpió tras un agudo dolor en el vientre. Las contracciones habían comenzado. La llegada del nuevo integrante de la familia estaba muy cerca.
--Mauro despierta, ¡ya va a nacer! ¡ve por la partera!.
--Ya voy, dijo Mauro tras despertarse instantáneamente.
Mauro se levantó lo más rápido que pudo, se puso la camisa que tenía colgada en una alcayata junto a la cabecera de la cama, metió los pies en los huaraches y salió corriendo hacia la casa de doña Soledad, la madre de Trinidad, quien vivía muy cerca. No podía dejar sola a Trinidad en esas condiciones y quien mejor que la madre de ella para que la cuidara. La casa de doña Soledad estaba tan solo a 100 metros, sólo era cuestión de pasar unos sebaderos de piedra y un tazolero, que por esa época del año estaba completamente vacío. Llegó a la casa de su suegra corriendo, abrió la puerta de trancas y cruzó el patio. Junto a la puerta de trancas había un árbol de huache y bajo el árbol estaban los perros que con el alboroto se levantaron despavoridos pero tras reconocer el olor de Mauro movieron la cola y se enroscaron de nuevo sobre los costales en los que estaban.
Doña Soledad estaba dormida, pero tenía el sueño muy ligero y escuchó cuando rechinaron las trancas de la puerta del patio. Se levantó para ver quien era. Su cuarto era de adobe y sin ventana alguna. Sólo tenía un pequeño respiradero cuadrado de unos 15 centímetros de lado. La única forma de ver quien llegó tan apresurado era abrir la puerta.
Cuando Mauro empuñó la mano derecha y la elevó a la altura de su cara para golpear las tablas de la mitad derecha de la puerta, doña Soledad abrió la mitad izquierda.
--¿Qué sucede mijo?
--Trinidad empezó con los dolores del parto, voy a ir a traer a doña Leonor para que la atienda. Le vine a avisar para que vaya a cuidarla en lo que yo regreso.
--Vete corriendo, yo ahorita voy.
Mauro salió corriendo de la casa de doña Soledad para ir por la partera. Doña Leonor vivía en La Uva, una comunidad cercana a el Pochote. Sin duda alguna el tiempo de ida y vuelta sería más corto si se iba en un caballo. Así que, se fue corriendo hasta la caballerisa, misma que estaba a un lado del tazolero. Mientras corría, analizó dos posibilidades. La primera de ellas era irse en el caballo sin ensillar. Esto le permitiría ahorrar unos minutos y llegar más rápido a casa de la partera. La segunda posibilidad planteaba el regreso de la casa de doña Leonor hacia la de Mauro. Con el caballo sin ensillar no podría subir a doña Leonor en el caballo y el tiempo de regreso iba a ser mucho mayor al paso de la mujer. Así que optó por ensillar el caballo y salir galopeando con rumbo a La Uva.
Mientras Mauro iba por doña Leonor, la madre de Trinidad agarró su rebozo, se puso las chanclas y fue a tocar la puerta del cuarto de sus muchachas, mismas que tenían el sueño tan pesado que dormían como troncos y no habían escuchado nada.
--Marina abranle mija. dijo doña Soledad al tocar la puerta.
--Ya voy. Respondió Marina.
La muchacha se levantó agarró la punta de la cobija con la mano izquierda y la lanzó sobre sus hermanas que dormían en el otro lado de la cama. Se enderezó, giró hacia la derecha y puso los pies sobre sus chanclas que había dejado el piso al acostarse. Con la mano derecha agarró un sueter rojo que había puesto un clavo junto a la cabecera y se lo puso rápidamente. Se levantó y caminó hacia la puerta para averiguar la razón de la voz tan preocupada de su madre.
--¿Qué pasó?, preguntó Marina.
--Ya se va a aliviar Trinidad, Mauro se fue a traer a doña Leonor, vamos para que te traigas a Inés para que se quede aquí con ustedes, yo me voy a ir a quedar con Trinidad para que no esté sola en lo que vienen ellos.
Cerraron la puerta del cuarto, atravesaron el patio y salieron bajo la luz de la brillante luna de finales del mes de octubre.
--Dicen que cuando hay luna llena hay más nacimientos. Comentó Doña Soledad a su hija.
-- No hay mejor luna para venir al mundo. dijo Marina mientras mientras miraba a la luna que casi se ocultaba en el oeste.
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